Ayer Azul, Hoy Amarillo

El clásico regio trae consigo mucha pasión y mucha tensión. Desde antes del partido, durante y hasta después.

Antes del partido todo mundo habla, pronostica, apuesta. Diariamente podemos estar al tanto de los entrenamientos de ambos equipos. Quiénes están lesionados, quiénes estarán ausentes por expulsión, cuáles son los probables cambios. Y con esto, empieza el juego de palabras. Y no nada más de los aficionados, jugadores y directivos. Hasta los políticos y artistas, hacen sus pronósticos.

El juego de palabras toma un rol importante, porque los jugadores se retan, se “pican” y el juego desde antes se pone calientito…

Que gana Tigres, que gana Rayados. Que las directivas dicen que sus respectivos equipos tienen prohibido perder, el orgullo está de por medio. Que históricamente los Rayados han sido mejores en los clásicos. Que los Tigres están en mejor posición. En fin, palabras van y palabras vienen. A la hora del partido, todo esto se olvida. En estos encuentros, se hacen a un lado las estadísticas, lo que cuenta es el orgullo.

En el estadio, poco antes de que comience el duelo, la tensión toma control de los aficionados. Caras de angustia, gritos de desesperación, uñas comidas, mucha cerveza. Porras y brincos que no cesan. Los equipos están en la cancha, y ha llegado la hora de la verdad. ¿Quién anotará primero? ¿Quién saldrá victorioso?

Se nota el nerviosismo en los jugadores. Es un juego muy importante. Rituales, rezos y el silbatazo inicial.

Cada gol amerita una mega celebración. Se libera un poco la tensión, pero no cesa. Es en este tipo de duelos donde la garra, el talento y esfuerzo resaltan al máximo, hay mucho en juego. Ir arriba en el marcador, no es seguro. Hay que sacar la casta para salir orgullosos y victoriosos. La victoria no se obtiene hasta el minuto 90 cuando se escucha el silbatazo final. Mientras tanto, todo puede suceder.

En este clásico, Tigres tomó la ventaja con gol de Walter Gaitán, pero al poco tiempo el “GuilleFranco se encargó de igualar el marcador. Y un poco de descanso para los nervios. Medio tiempo.

Segundo tiempo. Expulsión de Néstor Silvera. El panorama lucía complicado para los Tigres y más claro para Rayados. Sin embargo,  al final no fue así. Con 10 hombres en el terreno de juego, Tigres fue capaz de anotar dos goles más y ponerse en ventaja 3-1. Al minuto 93, Alex Fernandes acercó a los Rayados a sólo un gol.

¡Fiuf! El partido terminó. Victoria para algunos, derrota para otros. Se acabó la tensión, a festejar o llorar.

A veces se cumplen las expectativas de un gran espectáculo, de un gran fútbol. Hay veces que no, pero aquí, a diferencia de otros partidos, lo importante es el resultado.

Que si el árbitro no expulsó y perdonó, que si los delanteros fallaron mucho, que si los defensas aflojaron la marca… Como todo juego del hombre, hay aciertos y hay errores, y no sólo de los jugadores, también de los árbitros. Pero es parte del juego.

No hay excusas que valgan. A veces se gana y a veces se pierde. Este clásico se pintó de amarillo. Un poco de satisfacción y cicatrización en la herida para los aficionados Tigres que intentan olvidar el desastroso 4-1 a favor de los Rayados en la semifinal del torneo pasado.

Ayer azul, hoy amarillo.